«A menudo, los grandes son desconocidos o peor, mal conocidos»
(Thomas Carlyle)
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Por circunstancias de la vida, mi carrera laboral ha dado muchas vueltas. Muchos caminos encontrados, y muchos caminos abandonados. Y por causas que derivan de esas mismas circunstancias, mi vida laboral se ha encontrado con cientos de personas, todas ellas diferentes, todas ellas distintas.
Y desde hace muchos años una duda me asaltó y sigue estando completamente viva en mi mente. Me refiero al porqué compartimos tan poco, porqué sabemos tan poco, porqué nos interesa tan poco sobre la inmensa mayoría de las personas que nos rodean a diario. Personas que ciertamente pasan muchísimas horas de nuestra vida junto a nosotros. Muchas personas de las que muchas veces no sabemos absolutamente nada. Y lo peor de todo es que además parece darnos completamente igual.
Cuando profundizamos en el tema caemos en la cuenta de que la mayoría de esas ‘personas desconocidas’ tampoco están interesadas en absoluto en nosotros. También parece que les da completamente igual saber o no sobre nosotros, sobre nuestra vida, sobre nuestras aficiones, sobre nuestras inquietudes.
Aseguramos que el ser humano vive en sociedad y que se relaciona con otros seres humanos. Es la ley natural del hombre. Las relaciones sociales se demuestran primero en el hogar, para luego pasar al terreno familiar, vecinal, laboral, de amistad y de entretenimiento. La relación entre personas es un hecho incuestionable, a no ser que se viva en un paraje totalmente aislado y sin contacto humano. Por lo tanto, el roce es evidente. Pero el roce no significa ni complicidad, ni entendimiento, ni siquiera significa compartir algo.
Durante muchos años me he preguntado, y sigo haciéndolo, porqué no he podido entablar una conversación profunda con según qué personas, porqué no he podido averiguar las aficiones de otras, porqué no he sabido nada de las inquietudes de aquellas otras. Me estoy refiriendo al simple hecho de profundizar en alguien, en llegar a saber algo más que su nombre y su estado civil. Me estoy refiriendo a la simple cuestión de empatizar con alguien conociendo de primera mano qué es lo que le preocupa, qué es lo que le motiva, qué es lo que le hace estar vivo.
Cosas que van más allá del ‘buenos días’, del ‘qué tal estás’, del ‘hasta luego’ y/o del ‘que tengas un buen día’. Cosas que abarcan penetrar en el universo de la otra persona, indagar sobre sus pensamientos, el porqué está allí y no en otro lugar, porqué eligió la vida que tiene y no otra, qué le hubiera gustado hacer y no hace. En una palabra, me estoy refiriendo al interés por el otro.
La gente confunde a menudo el interés sobre alguien con algo que tiene más que ver con la violación de la intimidad, o la intromisión en su privacidad, o la desconfianza en verse atrapado dentro de su propio mundo por alguien que es ajeno a él. Acaso la timidez, acaso la inseguridad, quién sabe. La gente no entiende que interesarse por alguien, por su mundo y por su vida es una forma de abrirse y de conocer algo nuevo de una persona para poder compartir eso mismo, esa idea, esa inquietud, ese pensamiento, esa afición. Se trata de compartir. Tan sólo eso. Tratar de averiguar si hay caminos paralelos que se puedan unir. Intentar conocer puentes que puedan unir a dos o más personas. Se trata de socializar a las personas. Y todo eso cada vez parece más difícil.
Como persona curiosa que soy, muchas veces dentro del grupo de compañeros de trabajo he tratado de abordar este tema y de comenzar a preguntar sin ningún tipo de cortapisas acerca de las aficiones de cada uno de ellos. Cual ha sido mi sorpresa comprobar que, una vez que comienzas a preguntar sobre temas concretos y personales, la mayoría se siente abierto y confiado en exponer sin ningún tipo de rubor ni timidez todo aquello que le apasiona, que le hace ver la vida de forma diferente.
Te encuentras a ése que te cuenta que su mayor afición es ir a pescar en su día libre; o quien te dice que su placer máximo es ir al mercado y cocinar esa receta que tiene en mente con el esmero y el tiempo que sean necesarios; o aquél otro que te cuenta que en su tiempo libre está estudiando una carrera que nada tiene que ver con lo que está haciendo. Y así, poco a poco, vas descubriendo un sinfín de posibilidades, de ideas diversas, de aficiones desconocidas.
Una tras otra, esas motivaciones, esas sensaciones, esas sorpresas van apareciendo sobre la mesa, de forma imparable. Y entonces aún te duele más darte cuenta de todo lo que has dejado sin preguntar, todas aquellas cosas que por una razón u otra jamás conocerás de otras personas, que pasaron por tu vida de forma fulgurante, pero que compartieron contigo muchos momentos, muchas horas y que todavía conservas en la memoria.
Más de una vez, amigos y conocidos me han comentado que no saben nada o casi nada acerca de sus compañeros de trabajo. Y si saben algo es aquello más superficial, aquello en lo que no están para nada interesados. Aquello que la nimiedad invade y que casi es mejor olvidar. Lo importante, lo interesante de esas personas queda oscurecido, apagado, escondido en el cajón más secreto, como si a nadie le interesara y, sin embargo, no es así.
«Es preferible ser reconocido por desconocidos que desconocido por conocidos»
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Nos interesan las cosas de los demás, leemos sobre los demás, buscamos información sobre los demás. Las nuevas tecnologías han hecho posible saber y estar al día de lo que hacen y dicen, de lo que quieren hacer y de los planes de miles de personas alrededor del mundo con tan sólo encender una pantalla. Y no sabemos nada importante sobre ese personaje que está sentado justo en frente de nosotros, ese con el que compartimos una taza de café cada mañana. El ser humano es sorprendentemente absurdo.
Y quizá si realmente indagamos en la causas del porqué sucede todo esto, lleguemos a la conclusión de que en parte es porque no encontramos a esa mayoría de personas interesantes. Creemos que nada de ellas puede llamarnos la atención. Lo cercano se vuelve lejano. Se vuelve interrogante. Lo cercano aparece olvidado.
Los que nos rodean no nos dicen absolutamente nada que nos importe. Acaso no supimos descubrir su lado interesante. Quizá no supimos indagar en lo que valía la pena. Quién sabe. Lo cierto es que he conocido personas muy interesantes en esos momentos de trabajo. Pocas, es cierto. Sobre todo si calculo la gran proporción de las que he conocido. Pero esas pocas ya valen la pena. Esas pocas ya me indican que algunas merecían la pena ser descubiertas. Por unas causas u otras, cuántas personas se han quedado ahí olvidadas, desconocidas, aquellas personas cercanas, de las que tanto creímos conocer y que ciertamente tan poco supimos.
«Sólo dos tipos de personas pueden hablar sin inhibiciones:
los desconocidos y los amantes.
Los demás sólo están negociando.»
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