La vergüenza

Publicado: 16 de febrero de 2012 en Artículos
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«El  único modo que tiene una persona para vencer sus temores es enfrentándose a ellos»

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Nadie está a salvo de ella, ni por mucho que lo intente. Inconscientemente nos acosa y nos desborda con absoluta confianza y naturalidad. No podemos controlarla como tantas y tantas otras cosas en esta vida. Se dice que la vergüenza es una sensación humana, de un conocimiento consciente de deshonor, desgracia o condenación. Hay sinónimos al término como por ejemplo la ignominia, que remite al efecto de una acción deshonrosa o injusta. El diccionario la define como una afrenta pública; constituye una ofensa personal que queda a la vista de alguien y que la condena unánimemente.

Digamos que la acción ignominiosa podría estar relacionada con la desvergüenza y el deshonor de un individuo y es objeto del descrédito general. Además, en numerosas ocasiones, la vergüenza va asociada con la manifestación de un rubor, de un silencio, de una postura poco ortodoxa, de una cabeza bajada o de una mirada perdida. Una confusión mental que crea malestar, incomodidad y que pocos pueden disimular. Se tiene sentido de la vergüenza, aunque muchas personas logren aplacarlo.

«Lo que empieza en cólera acaba en vergüenza»

(Benjamin Franklin)

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También existe el lado contrario, el hecho en sí de avergonzar con la supuesta intención de humillar el honor, de exponer al adversario ante la más cruda afrenta ante los demás. Un insulto al otro, una turbación predeterminada que se acciona para herir sentimientos, para vengarse de alguien o simplemente para contrarrestar cualquier acción. Provocar la vergüenza ajena es sinónimo de presión, de poder frente al otro, produciendo un sentimiento de hastío hacia sí mismo que se define como sentirse culpable aunque no se sepa muy bien si es real o imaginado.

Porque muchas veces sentimos vergüenza sin llegar a saber porqué, y eso nos vuelve vulnerables, capaces de caer en la fácil tentación de sentirnos débiles y atrapados en la vieja trampa de la personalidad frágil que traiciona al ego más fuerte y que logra rendirse a las primeras de cambio. Para sentir vergüenza real hay que saber que algo hemos hecho mal o que algo provoca en nosotros ese sentimiento. No podemos señalar nuestra vergüenza porque simplemente alguien nos lo haga saber, debemos ser nosotros los primeros en darnos cuenta de nuestros actos y de nuestras culpas. Porque la culpa recae sobre uno de la misma forma que cae sobre uno el arrepentimiento.

«La vergüenza es peor que el hambre»

(Alfonso Rodríguez Castelao)

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Hay gente propensa a tener vergüenza, digamos que siente el mal causado al otro, o así lo entiende; mientras otra gente no suele tener ese sentimiento de vergüenza, con lo cual ni siquiera considera si el hecho en cuestión causó algún mal. Acaso ese último estaría relacionado con la ignominia propiamente dicha. Todos nos hemos visto en alguna ocasión en la circunstancia de sentir vergüenza, pero ha podido ser tanto por haber cometido un error, causando un daño posterior, como por sentir vergüenza sin tener nada que ver con ello. Una situación de vergüenza puede ser efímera o duradera, puede parecernos eterna o pasajera, pero nos hace sentirnos mal, puesto que deshonra de alguna forma a nuestra persona y parece que tiene que justificarse a continuación. La vergüenza puede ser pública o privada. No necesariamente ninguna de las dos opciones tiene que parecer relacionada con el sentimiento de ego personal. La pública sí puede perjudicar enormemente puesto que mucha gente puede llegar a juzgarnos por nuestros hechos cometidos y puede costar mucho más tiempo convencer de nuestro arrepentimiento y nuestra baja autoestima saldrá seriamente dañada.

«No hay ninguna vergüenza para cambiar de opinión todos los días:

para cambiar de opinión es necesario contar con ideas de repuesto»

(Dino Segré)

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Pero, ¿qué nos causa vergüenza? ¿Acaso una situación acaecida? ¿Acaso un error provocado? ¿Debemos considerar tan importante ese sentimiento o podemos tomárnoslo como algo que aparece, sucede y se va. Sin más. Si pudiéramos relativizar el alcance de los acontecimientos seríamos capaces de controlar los resultados que nos llegan a afectar de alguna forma. Seriamos capaces de no atormentarnos continuamente. Cuando tomamos esas decisiones tan necesarias no siempre acertaremos, y debemos asumirlo como una realidad, y cuando fallemos tampoco debemos ser nuestros propios causantes del dolor. Todo ocurre o no. No hay que darle tantas vueltas.

Aprender de los errores cometidos ayuda a encauzar a los siguientes que vendrán, porque vendrán por descontado, y sabiendo moldearlos aprenderemos a admitir la culpa pero en un grado inferior al que la mayoría suele adoptar. No hay que tener vergüenza por haber tomado una decisión, por haberlo intentado. Debemos avergonzarnos por no haber puesto empeño, por no haber intentado solucionar un problema; debemos sentir vergüenza propia por acometer con cobardía determinados aspectos cotidianos, a no ser capaces de encarar las vicisitudes diarias con buenas dosis de atención y ganas.

«Todo hombre decente se avergüenza del gobierno bajo el que vive»

(Henry Louis Mencken)

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Pero, por mucho que nos planteemos las cuestiones que se nos van presentando,  de nada sirve si cuando aparece un problema caemos en la tentación de sentirnos derrotados, avergonzados o culpables. La culpa es relativa, así como la vergüenza. Lo que muchos pueden sentir como vergüenza quizá consigamos que con nosotros no funcione de la misma forma. El nivel de auto exigencia humana raya en ocasiones el masoquismo más sutil, aprende a ignorar realidades para adentrarse en el territorio de la más cobarde imaginación, aquella que traspasa mentes y gobierna conciencias, que no permite que nadie salga vivo de la situación, provocando una presión difícil de soportar y que no desea que manejemos con nuestras propias decisiones nuestros propios actos.

Ruborizarnos puede ser síntoma de debilidad, pero según cómo lo observemos, puede ser tan sólo un acto divertido. Volvemos a relativizar y el resultado del rostro ya no parece tan importante. Controlar el miedo puede servir para controlar nuestro nivel de vergüenza; todo puede resultar necesario pero en su justa medida, si abusamos mucho de unos de estos sentimientos nos chafará el resultado final. Todo necesita de práctica incluso aprender a no tener vergüenza, a no ruborizarse en exceso, por mucho que sean reacciones naturales que el cuerpo muestra de forma habitual. Si no damos importancia a lo que quizá no la tiene, posiblemente lleguemos a superar todos nuestros miedos y nuestras debilidades más profundas. A lo mejor así podremos salir vencedores de nuestra propia batalla diaria.

comentarios
  1. Miquel dice:

    Cuando a menudo intento o realizo un acto de introspección para saber cual ha sido mi comportamiento durante un periodo de tiempo o frente a una actuación concreta, pocas por no decir ninguna vez, he sentido vergüenza propia. Frente a las equivocaciones, inmediatamente busco la forma de corregirlas.

    A menudo la vergüenza se me presenta como vergüenza ajena, es decir, me ruborizan ciertas actuaciones en las que aflora la incompetencia de personas o colectivos.
    Me avergüenza pertenecer a comunidades, corporaciones, entidades… que pretenden enmendar sus errores engañando o disfrazando sus actuaciones i/o decisiones.

    En cambio, no me avergüenzo de estados, religiones, grupos o partidos que dicen representarme y a los cuales, nunca elegí.

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  2. Nick dice:

    La vergüenza delimita en el hombre los confines internos de las culpas. Donde empieza a avergonzarse, comienza exactamente su más noble yo.
    HEBBEL, Friedrich

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